P.: ¿Así era su abuelo?
J.T.: Él fue un hombre de un carácter extraordinario, un creador lleno de vida, además de querer mucho a su familia en la que por otra parte se sentía un extraño porque su mujer (May, de joven “la inglesita”) no hablaba bien en español y se comunicaba con sus hijos en inglés, y él no lo hablaba. Imagino entonces que se refugió en el cine, en la poesía, en sus tangos, en sus guiones y en sus amigos, que fueron muchísimos. Cito sólo algunos: Floren Delbene -actor y millonario, dueño de Jabón Federal, para los memoriosos-, Lautaro Murúa, cuya imagen memorable irrumpe en la primera página de la novela, quizá como un homenaje mío inconsciente a los actores y actrices, Mariano Mores, Gogo Andreu, muy amigo, Tito Alonso también, Armando Bo, actor y productor de “Pelota de Trapo”, la película favorita de Perón, según él mismo decía, o muchos años antes José Agustín Ferreyra -ese genio, un avanzado-, Adolfo Z. Wilson, productor de incontables películas, Julio Joly, Luis Bayón Herrera, todos figuras míticas con las que sueño y a las que venero, como también los críticos sabios Domingo Di Nubila, Roland (Rolando Fustiñana) o Jorge Miguel Couselo, que enaltecieron a nuestro cine y quise de alguna manera revivir. Como contraparte, no sé si quería mucho a sus yernos… pero eso dejémoslo ahí.
P.: Claro, él tuvo dos hijas, además de Leopoldo hijo. Una de ellas, Grace, esposa del recordado productor Juan Carlos Ciancaglini. ¿Y qué pasa con la abuela?
J.T.: En la novela quizás haya sido injusto y no alcancé a contar que May Nilsson fue una mujer muy excepcional, y de alguna manera el soporte material y espiritual de la familia, a la que amaba y protegía a ultranza. Sé que sufrió mucho la pérdida de su marido, sé que la muerte prematura de mi padre la aniquiló. Huérfana desde muy pequeña, sobreviviente de la Primera Guerra Mundial, fue muy pobre y trabajó toda su vida como profesora de inglés. Existe un Diario Personal escrito por su madre, Gertrudis, mi bisabuela inglesa, que conservo y me sirvió de guía para el relato de su infancia y primera juventud, en particular la vida en Londres durante la guerra, en la pobreza extrema. Acá vino con su hermana Dora. Ella se casó con mi abuelo, y Dora con un millonario.
Juventud
P. Muy atrapante el relato de los años juveniles del abuelo haciendo cine en la mayor pobreza con Agustín Ferreyra y Julio Yrigoyen, y la muerte del hermano a muy temprana edad. A propósito, ¿usted se llama Javier en memoria de ese que hubiera sido su tío abuelo?
J.T.: Javier fue el hermano mayor de mi abuelo. Se sabe poco y nada de él, solo que quiso ser pintor y escenógrafo y murió muy joven. No hay fotografías que lo muestren, no hay cuadros que haya pintado, dibujos, nada. Tampoco recuerdo que mi padre lo nombrara, pero sí imagino que mi abuelo pensaba en él e influyó para que yo llevara su nombre. Sé que tuvo decisiva influencia en mi nacimiento (o en el nacimiento de ese nieto que es su amigo en la novela, un niño que lo visita y a quien él protege). También me permití reconstruir, con un cálculo más o menos detectivesco la fecha en que mi padre debió ser engendrado por mis abuelos, alrededor de la fecha del estreno de la ópera prima de Torres Ríos, en 1923, “El puñal del mazorquero”, y dónde: una humilde pensión de la vieja calle Carlos Pellegrini. Allí entre rollos de películas vivía el joven matrimonio. Creo que es uno de los hallazgos de la novela.
P.: No dice nada de Carlos, el otro hermano.
J.T.: De Carlos Torres Ríos no tengo ningún recuerdo personal. Es una sombra. Alguna vez Mirtha Legrand me habló muy bien de él. Fue un extraordinario técnico de cine, también director de muchas películas muy populares, un precursor en el manejo de las antiguas cámaras y de la iluminación, que debió ser muy farragosa en los primeros tiempos.
P.: Hay un capítulo entero sobre José Gola, el galán recio de los años ’30. ¿Pero de dónde y cuándo surge la versión de su asesinato, contradiciendo la tradicional versión de muerte por peritonitis?
J.T.: Las versiones del asesinato eran muy comentadas en el ambiente del cine, casi como un secreto. Viejos técnicos y actores y actrices que lo conocieron insinuaban saber más detalles. Traté de reconstruirla, obviamente con las libertades del género novelesco.
P.: Claro, es una memoria novelada. La rodada mortal del jockey Tomás Mucklow en la pista de Palermo es otra cosa.
J.T. Su muerte signó además la triste muerte de su madre, que se arrojó a las vías del tren en la Estación Vicente López. La novela la rescata con ternura, creo. La señora Mucklow, o Muclow, integraba ese núcleo tan querido de amigas de mi abuela que se reunían, nostálgicas, a leer y cantar en inglés los sábados por la tarde o los domingos mientras Torres Ríos se iba al fútbol o a las carreras. El niño protagonista de la novela se aburre, trepa a los techos, y más tarde su abuelo comienza a llevárselo con él a sus paseos, en uno de los cuales le presenta a una joven actriz, que al niño también le fascina. El niño, observador, comprende todo.
P.: Ahí quería llegar. ¿Existió de veras esa joven, se lo revelaron a Vd. los amigos del abuelo, fue acaso una especulación de la abuela? Como sea, y como usted bien analiza, ese personaje nos ayuda a sentir más lo que tiene de íntimo y personal para Torres Ríos la película “Aquello que amamos”.
J.T.: La idea de escribir esta novela surge, entre otros temas, de un enigma: ¿es cierto que Torres Ríos tuvo esa historia de amor (similar a una que también tuve yo, quizás un karma) con una actriz y cantante de tango muy famosa, y que esa relación se mantuvo en secreto aunque por esos años escuché algunos comentarios muy crípticos entre mis padres? Los niños, por lo demás, son muy perceptivos de esas situaciones. En la novela el niño lo sabe todo, busca y encuentra llaves misteriosas, un lápiz de labios en el auto del abuelo, detalles. Por obvia discreción y por respeto y un cierto temor reverencial en la novela utilizo un truco para que no se sepa el nombre de la joven, una manera de prolongar ese misterio que se instaló en la familia. Hubo demasiados indicios, y mi padre alguna vez me comentó, muchos años después el nombre de la bellísima mujer. Es decir: yo sé quién fue la dama, hablé con ella ya de grande, fue extremadamente cordial conmigo, y me llevaré su nombre a la tumba.
P.: Por suerte puede mencionar otros nombres, por ejemplo el de Graciela Lecube, con quien su abuelo se portó como un caballero.
J.T.: Es una relación muy especial, porque ella estaba en la lista negra del peronismo y en ese momento muy complejo él la ayuda a partir hacia el exilio, del que no va a regresar. Fue una de sus múltiples muestras de buena relación con sus intérpretes, similar a la protección que le dio a Lautaro Murúa recién llegado a la Argentina.
P.: Después ella se convirtió en figura del teatro latino en EEUU, y ya grande alcanzamos a verla en un capítulo de “La ley y el orden” (¿habrá sido un capítulo dirigido por Campanella?).
J.T.: Tuve la inmensa fortuna de conocer a grandes figuras que trabajaron con mi abuelo. Él tuvo mucho afecto y respeto por todas ellas, por Amelia Bence (los ojos más bellos del mundo), Murúa, María Concepción César, Bárbara Mugica, Jorge Luz, todas glorias de nuestro cine. Mariano Mores, un hombre encantador además de un gran músico. Otro hombre extraordinario que conocí y me contó que había sido su amigo fue Armando Discépolo, que se emocionó mucho al saber que yo era su nieto.
P.: Pequeño reproche: ¿cómo fue la elección de las películas que habrían de mencionarse en el libro? Pocas, para quien ama el cine de Torres Ríos. ¿Es que pensaba escribir un libro más largo y lo apuraron de la empresa editora?
J.T.: No quise escribir un libro más largo, al contrario. O en realidad lo hice pero luego lo recorté para armar una estructura más ágil, abarcando el tiempo con pinceladas, con imágenes quizá fugaces, con efectos como utilizar las cartas de mi padre pero sin mostrarlo, repitiendo incluso alguna de esas cartas para mostrar la obsesión y la curiosidad de ese niño. Quise de alguna manera contar historias encadenadas donde la mayoría de los personajes aparecen y desaparecen, en particular a través de sucesivas historias de amor y de amistad, algo muy frecuente en el mundo del cine. Y de amor al cine, muy en particular en un momento tan difícil como este: de amor al cine argentino, a sus creadores, a sus intérpretes, a sus críticos, a sus productores. A sus inicios y a su devenir, en su totalidad y hasta hoy, que duele.
P.: Y otras historias.
J. T.: Por supuesto otras historias de amor realmente muy novelescas, fascinantes: Ferreyra con Lidia Liss y luego con la superstar de los albores de nuestro cine María Turgenova, Torres Rios con su amada esposa May, su hermana Dora Nilsson con el millonario Isidoro Marconetti, José Gola con la enigmática amante que lo arrastrará a la muerte, la tímida Señora Muclow con su adorado hijo, mi padre con mi madre (decenas de cartas que conservo, reales) y a su vez con Beatriz Guido, que nunca aparece en la novela pero que está siempre presente de un modo misterioso, en los viajes por el mundo, en los hoteles fastuosos que nadie conoce, y también, incluso, esos amigos y socios también enamorados Sean Connery y la infinitamente bella Diane Cilento, cuyos nombres aparecen solamente en un papel membrete pero que el niño guarda escondidos (otro hallazgo es precisamente la breve sociedad cinematográfica que formó Torre Nilsson con Derek Prouse y el matrimonio Connery).